martes, 19 de enero de 2010

Sabían que se querían. El cómo y el por qué eran un secreto. Bajó del vagón y se dirigió hacia la salida del Metro. Mientras subía las escaleras alzó la vista y le vió de pie, mirándola; esperándola. No le dejó pisar el último escalón sin lanzarse a sus labios como un desesperado. Ambos habían soñado con ese momento tantas veces...
No mediaron palabra. Ni una sola. El único lenguaje que hablaban esos momentos lo estaban usando sus labios, recorriéndose ambos cada milímetro. Una vez se separaron, hundieron sus miradas en los ojos del otro y no pudieron evitar sonreír. Porque eso es lo que les hacía estar completamente locos; las sonrisas que se provocaban de manera contínua y cada vez más especial.
4:37 am. Tumbada sobre su él, ella dibujaba con sus dedos sobre su pecho. Dibujaba letras, líneas, momentos, palabras y sensaciones que acababan de acontecer entre esas cuatro paredes que eran su habitación. La habitación de él. Aquella en la que se encontraban. Aquella en la que él estaba dormido. Aquella en la que ella le miraba, sin saber qué hora era, sin ser consciente de dónde estaba. No sabía dónde estaba nada, sólamente le veía a él. Aún no podía comprender aquello que le dijo su padre: "el destino está grabado en la vida de cada uno". No lo podía comprender porque nunca habría imaginado el tener esa suerte. Tener la suerte de poder estar sobre él, de poder sentirle, percibir el calor que desprendía su piel debajo de ella, su respiración; tranquila y calmada, el vaivén de su pecho en sintonía con sus pulmones. No creía que la imagen que estaba viendo fuera real; ni que tampoco todo lo que acababa de suceder lo fuera. Cerró los ojos y, rendida, cayó en brazos de Morfeo al son de los latidos de su corazón.
Sintió un leve cosquilleo en la nuca y despertó. Entonces fue cuando cayó en la cuenta de que nunca había tenido un despertar mejor. Lo primero que pudo apreciar y lo único que existía para ella eran esos ojos. Comenzó a notar una sensación de calor originaria de su pecho que se extendía por todas sus extremidades, y a su vez, un cosquilleo desde éstas hasta el propio corazón. Impulsos eléctricos, magnéticos más bien. Desde el primer momento su relación estuvo marcada por el magnetismo. Cada vivencia compartida hacía que los polos se atrajeran aún más, y el colchón sobre el que descansaban era el testigo de ello. Se veía incapaz de separar sus cuerpos, de dejar de mirarle, de dejar de sentir una conexión incalculable con él desde lo más hondo de sus entrañas; como si el campo magnético se hubiera vuelto totalmente invencible. Y así era, en realidad. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que se acababa de convertir en una drogodependiente. Sólo quería cerrar los ojos, sentir cada centímetro de su cuerpo en contacto con el suyo, abrirlos y encontrarse con los de él. No quería pensar en el mañana, ni siquiera en el minuto de después. Sólo pensaba que a partir de ese momento, de ese mismo instante, no quería otro despertar que el de ver sus ojos, que el de sentir su pecho, que el de oír su corazón.

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